Esta es una expresión muy famosa en España que aunque pueda parecer desprovista de sentido, esconde un dato histórico muy interesante detrás de su origen. Este hecho se remonta a un personaje muy popular del siglo XVII, habitante nativo de la localidad de Alhendín, en la ciudad española de Granada.
Picio era un zapatero de oficio que por razones desconocidas, fue arrestado y condenado a muerte. Cuenta la historia que se encontraba rezando en una capilla, cuando le llegaron noticias: había sido exonerado de toda culpa y podía retirarse para continuar con su vida.
Resignado como estaba a morir, fue tal su reacción ante la buena nueva, que entró en un shock que le ocasiono la pérdida total del pelo en la cabeza, cejas y pestañas.
Más tarde le aparecerían una serie de tumores en el rostro que deformarían bastante su aspecto, obligándolo a portar un velo sobre su cabeza. Después de recibir el rechazo de la gente a causa de su nueva apariencia, se traslado hasta la ciudad de Lanjarón, misma de la que fue echado debido al hecho de que nunca se presentó en una iglesia.
Finalmente, Picio se instaló en Granada, en donde moriría para dar vida al popular dicho que mencionamos al principio de este artículo.
Una anécdota histórica tan curiosa como triste a la vez, ya que más de uno se puede imaginar lo difícil que sería vivir en esa época (y aún hoy), teniendo que soportar la discriminación de los demás.
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